Por Martín Zariello http://ilcorvino.blogspot.com/

Como advirtiera Pablo Capanna, un especialista en la obra del autor, James Ballard siempre estuvo obsesionado con la chatarra. El espacio en el que se mueven sus perturbados personajes suele tener como telón de fondo los desechos de la sociedad posmo. No lo hizo a la manera de los productores de TV, es decir, como una elección estética-ideológica ante la vida, sino para detonar críticamente en el lector la superficialidad y el absurdo de los objetos a los que nos aferramos en esta caótica “red sonora” que llamamos Planeta Tierra. Eso es lo que comprende Robert Maitland (el protagonista de esa breve obra maestra, La isla de cemento) al despistarse con su coche y quedar enclavado al costado del camino. Maitland no podrá volver nunca más a la civilidad: físicamente se encuentra a unos pasos de la ruta, pero su mente ya inició una procesión cognoscitiva radicalmente opuesta a la de ese mundo inescrutable de conductores alienados que ni siquiera se preocupan en mirar al costado. Luego de buscar la forma de “escapar” del territorio, comprende que nunca se le negó la salida. Como Jack Shepard en el capítulo final de la tercera temporada de “Lost” (de innegable tinte ballardiano), prefiere volver a la Isla. He aquí una de las enseñanzas más conocidas de Ballard: la mejor ciencia ficción se encuentra en nuestros cerebros, los extraterrestres más inasibles son los seres humanos.

En la última década, su valoración se acrecentó de tal modo (es decir: sus novelas de hace 30 años comenzaron a representar la cotidianeidad en forma tan inquietante) que a la selecta serie de adjetivos calificativos de origen literario que sirven para describir la realidad (lo kafkiano, lo quijotesco, lo borgeano) se le agregó lo “ballardiano”. El Collier’s English Dictionary define tal término aludiendo a “la modernidad distópica, los desolados paisajes creados por el hombre y los efectos psicológicos del desarrollo tecnológico, social o ambiental”. Así como La comedia humana de Balzac retrató las pulsiones sociales de la Francia del siglo XIX, los cuentos y las novelas de Ballard son un testimonio radical de una era llena de incertidumbres, en las que el avance tecnológico significa tanto un vaciamiento sensitivo macro-conceptual (“la era de los eventos sin sentido”) como la pérdida de las experiencias más esenciales del ser humano (la comunicación, el amor, la intimidad, el afecto). El exceso de perfección, parece decir Ballard con su perversa sonrisa de gentleman inglés, deviene imperfecto. De allí proviene el hastío que lleva a los personajes de sus últimas novelas (habitantes de barrios privados, millonarios de paso en un hotel) a enfrentarse con la misma estructura social que han ayudado a erigir: los niños modelo del country de Furia feroz convertidos en revolucionarios; los consumistas arrepentidos de Milenio Negro confesando a cámara “No nos gustan las personas en las que nos hemos convertido”.

El primer movimiento temático de Ballard, a principios de los 60, lo asoció instantáneamente a la ciencia ficción. Sin embargo, las catástrofes naturales representadas con una delectación casi morbosa (El mundo sumergido, La sequía) hoy están a la vuelta de la esquina. Con El imperio del sol y Crash (llevadas al cine, respectivamente, por Steven Spielberg y David Cronenberg) consiguió una relativa repercusión fuera del campo de sus lectores. La capacidad profética de su obra no debe confundirse con una virtud, simplemente es una característica. Lo que hace grandioso a Ballard es su literatura. Por un lado, la sofisticada dimensión inventiva de sus ficciones capaces de abordar motivos complejos como la paranoia, la publicidad subiminal, el sexo o la pesadilla del capitalismo, siempre a salvo de golpes bajos y reduccionismos argumentales: ¿a quién otro se le podrían haber ocurrido esos hologramas fantasmales de celebridades recorriendo el desierto estadounidense en la distopía onírica Hola América? Por otro, la maestría narrativa para elaborar descripciones de sucesos fantásticos (enumero el nudo de algunos de sus relatos: un gigante varado en la orilla de una playa, un hombre que poco a poco se va empequeñeciendo, las maquinaciones de un esquizofrénico) con la frialdad matemática de un escritor de obituarios. En medio de esa exhibición de sucesos atroces, Ballard parecía el hombre al que nada lo perturbaba, aunque el contenido de su obra, diga todo lo contrario. La verdad es que públicamente siempre manejó una discreción señorial que contrastaba con las irónicas (y amargas) autopsias sobre el funcionamiento de la sociedad que se hallaban en sus textos.

Tal vez el carácter más imperecedero de Ballard resida en la construcción del imaginario que puebla su obra: esos espacios sublimes de las grandes urbes (piscinas vacías, playas desiertas, autopistas grises, hoteles abandonados, rascacielos, aeropuertos iluminados) donde reverbera un caudal melancólico desprovisto de humanidad tan cercano a la poesía como a la locura. En su magnífico poema “En lo que creo” (heterogénea sucesión de influencias literarias, problemáticas y paisajes de su obra) afirmó: “Creo en el poder de la imaginación para rediseñar el mundo, para liberar la verdad que vive dentro nuestro, para contener la noche, para trascender a la muerte, para encantar a las autopistas, para congraciar a los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos”.

Murió a los 78 años el 19 de abril pasado. Antes del fin, una aclaración pertinente: aunque parezca un lugar común, nadie sale indemne de su lectura, porque si algo perturba de su obra, es que habla de todos nosotros. Espero que esta frase inste a los lectores a conocer el material del que está hecha la imprescindible colección narrativa de James G. Ballard. En caso de que no lo hagan, no se preocupen: con estar vivos (caminar por la calle, mirar TV, observar las tribunas de un estadio o las avenidas a la medianoche, escuchar las consignas de las manifestaciones más multitudinarias), alcanza y sobra.

Biblioteca básica Ballard:

El mundo sumergido (1961)

Zona de catástrofe (1967, antología de cuentos de diversas obras)

Crash (1973)

La isla de cemento (1974)

Hola, América (1981)

Guía del usuario para el nuevo milenio (1996)

Milenio Negro (2003)

Milagros de vida (2008)

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