Por Fernando Cermelo

La idea que nos hacemos de los grandes escritores del siglo XIX muchas veces es errada. Así, Melville se nos aparece como un gigante con barba, que pasó gran parte de su vida en el mar, donde vio prodigios y terrores y que ese mismo mar fue el único que le enseñó a escribir su más grande obra y una de la más grande de la literatura universal: Moby Dick.

Melville nació en New York el 1 de agosto de 1819. Además del mar, forjaron su carácter los caminos polvorientos, la temprana muerte de su padre, los largos veranos infantiles en los campos de sus tíos, las descuidadas oficinas donde trabajó de joven, las peligrosas aulas donde estudió y dictó clases.

A los 20 años realizó su primer viaje en barco como grumete. De New York a Inglaterra: Liverpool y Londres. Durante unos meses en tierra, visita los lugares que su padre había visitado treinta años atrás y marcado en una vieja guía de viaje. Su padre estaba muerto y ese recorrido fue una especie de resurrección, de búsqueda y homenaje. Salvo los grandes monumentos, la mayoría de los lugares marcados ya no existían.

Realizó después otros viajes en busca de experiencias y material para sus relatos y terminó comprendiendo otras filosofías de las que esperaba. Muchos de sus libros pueden leerse con esta doble clave: la búsqueda de algo que ya no existe y el intento de convocar fantasmas que ocupen su lugar para no hacer de la vida un viaje tan inútil.

Sus viajes por mar y tierra terminaron a los 28 años. Después empezaron otros. Moby Dick la terminó de escribir en 1851, a los 32 años.

Su mitología literaria está grabada por los grandes poemas épicos, por las tragedias universales y personales, por las bibliotecas de barcos abandonados, por la admiración hacia algunos de sus contemporáneos y por el recuerdo de las horas en que su madre, en cualquier momento y lugar del día, le leía la Biblia. El poeta Charles Olson confirma que Melville había aprendido cómo apropiarse de todas las lecturas que hacía, incluyendo las intrascendentes y las rápidas. Leía para escribir. Sus libros se alimentaban de los libros de otros. Y alimentaron sustancialmente a libros posteriores y previos: con Melville entendemos gran parte de la literatura del siglo XX y casi toda la literatura anterior a él.

Una de sus pocas fotos nos muestra a un anciano sabio, a pesar de que no tenía 50 años. Da la impresión que su vida fue muy rápida, que envejeció joven y que su excelencia literaria lo sorprendió en su joven madurez. Según César Pavese, la vejez de Melville fue una lenta decadencia. Tal vez fue el intento desesperado de un viaje de regreso en una vida que se caracterizó por la huida. Sus últimos años fueron una lucha contra el cansancio y la soledad, acompañada por el espectáculo de la decadencia de su propia fama: la maldición de un escritor cuya genialidad se había convertido en costumbre. Y lo sabía.

En su vejez muy pocos se acordaban de él: el mínimo obituario que le dedicó el New York Times lo nombra como Henry Melville.

Pavese dice que en los últimos años Melville se esforzó desesperadamente por volver a encontrar algunas notas de las sinfonías oceánicas de la edad viril. Nadie puede asegurar que no las encontró.

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