Los detectives salvajes, 2666 y la reescritura de Rayuela, por Mercedes Álvarez

Lo confieso: tardé mucho tiempo en decidirme a leer a Bolaño. Más de la cuenta tratándose de un escritor que está en boca de todo el mundo.  Pero al final me ganó la curiosidad. ¿Quién escribe hoy en día novelas de mil páginas? Ahí está 2666: ¡una novela de mil páginas escrita y publicada en pleno siglo XXI! Como dije, me ganó la curiosidad. Y un comentario de Jorge Volpi que leí en la muy recomendable colección de ensayos Bolaño Salvaje, compilada por Edmundo Paz Soldán. Cito de memoria: “Rayuela es a la generación de más de cincuenta años lo que Los detectives salvajes a los de menos de cuarenta”. Tengo menos de cuarenta, por lo tanto tenía que leer Los detectives salvajes. Bingo. Jorge Volpi tenía razón. Porque lo que Bolaño hace con Los detectives salvajes es reescribir Rayuela. Reescribirla en clave de aventura insólita y desmesurada, la aventura de dos poetas infrarrealistas (el movimiento que Bolaño creó junto al poeta Mario Santiago – Ulises Lima en la novela– durante sus años de juventud en México) en busca de la poeta Cesárea Tinajero. Pura seducción. Leer e inmediatamente empezar a querer a Bolaño fueron una misma cosa.

Roberto Bolaño nació en 1953 en un pueblo del sur de Chile, curiosamente llamado Los Ángeles;  en 1968 la familia se trasladó a México, escenario de gran parte de su literatura. En 1975 emigró a España, donde decidió quedarse a vivir. Fue allí donde le diagnosticaron la enfermedad del hígado de la que murió en el año 2003, dejando inconclusa la que él consideraba sería su obra más importante: 2666.

Bolaño, como Cortázar, escribió fuera de su país. Escribió lejos, con la lucidez que a veces da la distancia a quien la sabe domesticar, y la condición de exiliado# a quien logra convertir su experiencia en literatura.  De ahí, tal vez, le venía esa melancolía, esa tristeza rabiosa por lo inalcanzable que atraviesa toda su obra. Sed de absoluto, que diría Cortázar.

Daniel Link lo señala en un magnífico ensayo sobre Rayuela: los personajes de la novela buscan en el otro una totalidad imposible, porque el otro nunca es “todo”. Y por eso Rayuela es una novela de triángulos (Oliveira-la Maga-Pola / Ossip-Oliveira-la Maga, and so on). No es casual, creo, que la primera parte de 2666, “La parte de los críticos”, esté estructurada en torno a un trío amoroso (Norton-Espinoza-Pelletier). Con 2666 Bolaño profundizó en la reescritura de Rayuela, y siguió indagando los temas de Los detectives salvajes.

2666 empieza con la búsqueda del escritor alemán Benno von Archimboldi por parte de los cuatro críticos; una búsqueda infructuosa que se corta abruptamente para dar lugar a “La parte de Amalfitano”, seguida de “La parte de Fate” y “La parte de los crímenes”, el relato minucioso de las muertes de más de doscientas mujeres en la ciudad imaginaria de Santa Teresa (que bien podría ser Ciudad Juárez). El cierre de la novela, inconclusa pero diagramada por Bolaño casi en su totalidad, viene dado por “La parte de Archimboldi”.

¿Encontraría a la Maga? ¿Encontraría a Cesárea Tinajero? ¿Encontraría a Archimboldi? Estas son las preguntas, o las excusas que nos hacen seguir leyendo. Porque al final, ni en Rayuela encuentran a la Maga, ni en Los detectives a Cesárea, ni en 2666 a Archimboldi. Al menos no lo que de ellos se buscaba. ¿Pero qué es lo que de ellos se buscaba? (No, señores, no les estoy contado el final de la historia).

Los detectives y 2666 son libros sobre la Literatura. Sobre lo que persigue alguien que se sienta a escribir seis, ocho, diez horas al día, quitándole tiempo al sueño, desafiando, como Bolaño, a la muerte. Alguien  que corre y corre detrás de algo o de alguien que, como Cesárea o Archimboldi, se va escapando, está más allá, adelante; pero en el transcurso, mientras busca, cuenta una historia. O una aventura. La aventura de escribir asumiendo todas las consecuencias del asunto. Y, también, la aventura más peligrosa que se puede emprender hoy en día: la aventura de pensar.

Para Bolaño, hay un Tema. Un Tema, así con mayúsculas, que recorre incansablemente las páginas de 2666, pero que antes ya había recorrido las de Los detectives salvajes. Este tema es la apariencia. La importancia de la apariencia cristaliza al final de la novela, en “La parte de Archimboldi”.

Para presentar su primera novela a los editores, Archimboldi recurre a los servicios de un hombre que le alquila su máquina de escribir. “Toda obra tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras”, le dice el hombre. Es decir, que no existen las obras menores: el escritor menor escribe bajo el dictado, casi hipnótico, de un escritor secreto que sólo acepta los dictados de una obra maestra. La clave reside en el camuflaje, en el ocultamiento. Una suerte de plagio consentido por todos: empresarios y universidades y mecenas y asociaciones culturales.

“-Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla”.

¿Adónde nos conduce este ocultamiento? Tal vez sólo al vacío. Del mismo modo que los cientos de crímenes de mujeres cometidos en Santa Teresa no nos conducen más que al vacío. ¿Quién es el asesino de asesinos? O bien: ¿quién es el autor de autores? El símil es casi una obviedad. Peter Elmore ha señalado en Bolaño Salvaje que la contraparte del escritor en 2666 es el criminal: “Dos figuras ligadas al ejercicio de la violencia y el quehacer simbólico”.

Y, por ahora, no se diga más. Sigamos leyendo.

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