de Jorge Chiesa

Jorge Chiesa nació en 1969, en La Plata. Es abogado. Actualmente vive en Mar del Plata. Publicó en Dársena 3 una plaqueta de poemas (La Pesquita, 2007).

EL VIAJE

Ahora sé que no importa lo mucho que uno se esfuerce por olvidar el pasado, porque el pasado siempre se acuerda de uno. No sé si lo pensé con esas mismas palabras; pero se acerca bastante a la sensación que tuve esta mañana, cuando mi hijo me pidió que lo llevara a pescar. Nunca me lo había pedido antes y no consigo imaginar de dónde sacó semejante idea. Mi mujer y yo estábamos desayunando en la cocina, y creo que por la cara que puse, ella entendió que se trataba de algo relacionado con mi padre, ya que él solía llevarme a pescar cuando yo era chico.

A veces pienso que si he logrado salir adelante y formar una familia, es porque he sabido mantenerme lejos de los recuerdos, lo que no es nada fácil; y aunque mi mujer nunca deja las tazas del desayuno sin lavar, creo que hizo bien en dejar todo sucio y llevarse a nuestro hijo a la plaza si yo iba a ponerme a remover el pasado.

Yo acababa de cumplir dieciséis años, quería a mi padre y mi concepción de la vida era más optimista que la que tengo ahora, a pesar de que mi madre nos había abandonado hacía seis meses. Sin embargo, soy consciente de que en aquel entonces todavía tenía la esperanza de que ella volviera a vivir con nosotros, y estoy seguro de que mi padre sentía lo mismo que yo.

Fue por ese época que mi padre y yo fuimos a pescar: algo que haríamos juntos y que pensé ayudaría a mi padre a sentirse mejor; sólo que terminó siendo una cosa distinta de la que imaginé. Me acuerdo del campo y de una laguna que había en el campo, y también de un negocio, que para mi padre era el motivo del viaje, pero del que no había querido hablar. Hoy comprendo que mi padre pensaba hacer ese viaje solo y si me llevó con él tal vez se debió a que en última instancia, igual que desde hacía seis meses, todo le daba lo mismo.

Salimos temprano y si no hubiera sido por mí no habríamos llevado las cañas de pescar. El manejaba y yo me sentía bien porque ir a pescar era algo que hacíamos cuando mi madre todavía vivía con nosotros, y supongo que el hecho de hacerlo de nuevo me hizo creer que al volver a casa ella estaría esperándonos. Siempre volvíamos casi de noche y era agradable verla en la puerta de casa, subiéndose el cuello de un pulóver verde, que mi padre y yo le habíamos regalado para su cumpleaños. Y a lo mejor fue esa la razón por la que pensé que mi padre no había elegido el mejor momento para decir lo que dijo.

– Anoche soñé que tu madre volvía a vivir con nosotros –y recuerdo que hubo un largo silencio y después encendió un cigarrillo.

Yo permanecí con la mirada en el camino, aspirando el olor del tabaco, con la certeza de que ella no saldría a recibirnos cuando volviéramos. Sabía que mi madre nos había dejado por otro hombre, lo que para mi padre era demasiado vergonzoso de admitir, y por tal motivo él y yo nunca habíamos hablado de eso.

Llegamos al campo cerca del mediodía. Había una casa grande, un bosque de eucaliptos y, junto a un galpón, una casa de aspecto más humilde, que resultó ser la del capataz. Se apellidaba Gómez y salió del galpón seguido por unos perros. Me pareció un hombre irritable, ya que en determinado momento y sin justificación alguna, le pegó a uno de los perros con un palo. Mi padre y yo no nos habíamos bajado del auto, y recuerdo haberme preguntado qué tipo de negocio podía tener mi padre, que era abogado, con un hombre así. Parados en la entrada de la casa estaban la mujer y el hijo de Gómez; nos miraban con fijeza, incluso con desconfianza. Fue entonces que mi padre salió del auto para hablar con Gómez. Yo no alcanzaba a escuchar lo que decían pero la conversación parecía desarrollarse con normalidad, y me tranquilicé cuando ambos se dieron la mano.

Lo que recuerdo después es la imagen de mi padre caminando hacia la laguna. No había tenido que insistir demasiado para convencerlo de que fuéramos a pescar, pienso ahora, porque a lo mejor mi padre había llegado a la conclusión de que no valía la pena discutir o resistirse. Era un hombre abatido y dócil, que se dejaba llevar por su hijo. Yo quería sacarlo de su inmovilidad, que recuperara el entusiasmo por las cosas que solíamos hacer juntos. Tal vez en la compra del campo, de la que yo me había enterado por un comentario de Gómez, encontraba mi padre algún motivo de interés. Le pregunté si realmente pensaba comprarlo.

– Me gustaría tener un campo –me contestó, pero lo dijo sin énfasis, sin la euforia que caracterizaba todas sus decisiones, y pensé que lo mismo hubiera podido decirme acerca de la idea de tener un perro o de cambiar el auto.

Pescamos durante toda la tarde y, aunque el pique era bueno, a mi padre no pareció importarle demasiado. A decir verdad nada parecía alegrarlo o entristecerlo demasiado; daba la sensación de encontrarse a mitad de camino, con kilómetros y kilómetros por recorrer, pero con la seguridad de que el viaje ya no le depararía grandes emociones. Hubo un momento en que se levantó un poco de viento y yo me dirigí hacia una parte más reparada de la laguna. Supuse que vendría detrás de mí, pero permaneció sentado en el mismo lugar donde había estado toda la tarde. Pensando que tendría ganas de regresar o que se sentiría mejor si me quedaba con él, decidí volver a su lado. Me acerqué lo suficiente para decírselo, y alcancé a verlo tomar del pico de una pequeña botella. Estaba sentado con las rodillas juntas, mirando la superficie del agua que había empezado a encresparse a causa del viento. Le hablé y él ni siquiera se tomó el trabajo de girar la cabeza y contestarme. Sé que me escuchó, y ahora, mientras estoy parado frente a la pileta de la cocina removiendo la suciedad de los platos y de las tazas -pero sin saber cuánto tiempo ha pasado desde que mi mujer se llevó a nuestro hijo a la plaza y sin tener del todo claro en qué momento me puse a lavar y por qué sentí la necesidad de hacerlo-, pienso que mi padre fue un hombre egoísta al pensar que él era la única persona a la que mi madre había abandonado.

Volvimos con el último resto de luz. Hubiera querido decirle a mi padre que todo iba a estar bien, que mamá volvería a casa, que al menos estábamos juntos, pero no sabía cómo, y entonces comprendí que no éramos muy buenos conversando. En todo el camino no hablamos una sola palabra. Tal vez él esperaba algo de mí y yo no lograba descubrir qué era, y sé que yo también esperaba cosas que él a lo mejor ignoraba. Pero, a pesar de las fallas de cada uno, siempre habíamos tenido nuestro modo de entendernos y él no tenía otro hijo y yo no tenía otro  padre.

Esa misma noche Gómez nos invitó a comer a su casa. Pensé que nos haría bien estar con gente y el hecho de que nos hubiera invitado a cenar con su familia me alegró. Recuerdo que mi padre y Gómez tomaban vino, mientras discutían una baja en los precios de la hacienda. El chico, que tendría alrededor de diez o doce años, estaba sentado frente a mí. Cuando la mujer salió a darle de comer a los perros, mi padre sacó unos papeles que tenía guardados y empezó a ponerlos delante de Gómez para que los firmara. Y Gómez los firmó y siguieron tomando, a la vez que se ponían de acuerdo en recorrer el campo al día siguiente, antes de que nosotros volviéramos a Buenos Aires. Parecían dos amigos que habían vuelto a encontrarse después de muchos años sin verse. Al final nos despedimos y la familia Gómez se quedó en la puerta, agitando las manos en la noche, y de pronto me sentí incómodo mirándolos a los tres juntos, como si mi padre y yo fuéramos una versión defectuosa del mismo producto, el resultado de una empresa que no había llegado a buen puerto.

La luz de la casa grande se divisaba al final de los árboles, ahora ennegrecidos, y yo seguía a mi padre, que iba adelante con los papeles bajo el brazo y una linterna que Gómez había insistido en darle para alumbrar el camino.

– Buena gente –dije porque lo pensaba, pero más lo dije por decir algo.

Al entrar en la casa advertí que alguien había encendido el hogar. La mujer de Gómez se había tomado esa molestia y yo creo haber mencionado el carácter servicial de la gente de campo. A mi padre no pareció importarle, pero de todos modos se sentó frente al fuego y del bolsillo de la campera sacó la botella de la que lo había visto tomar a la tarde. Era whisky y hubiera querido que me invitara a tomar con él, aunque no me gustara el alcohol.

–Se fue con otro –dijo mi padre como si me estuviera revelando un secreto y le hubiera costado mucho tomar esa decisión.

Estaba tan avergonzado por el hecho de que ella se hubiera ido con otro hombre, que no era capaz de suponer que si yo no se lo había preguntado en todo ese tiempo era porque ya lo sabía.

– Se fue con otro tipo.

Miraba el fuego y comprendí que en realidad mi padre no me estaba revelando nada, porque no había nadie más que él en esa habitación, dado que yo parecía haber dejado de formar parte de su mundo.

Aunque no lo dijera, yo sé que me quería, y entonces supe que había cosas de las que no sabíamos hablar por la sencilla razón de que nunca habíamos aprendido a hablar de ellas. Porque a mí también me costaba hablar de nosotros y de lo que sentíamos, ya que era más fácil hablar del resto, de los demás, de cosas que no harían de nuestra vida algo distinto. Y quizás por ese motivo le pregunté qué pasaría con Gómez, su mujer y su hijo si el campo era vendido. Me miró, como si de golpe hubiera llegado a la conclusión de que yo era un ser muy insensible y muy compasivo a la vez.

– Bueno, eso depende del comprador –dijo mi padre–. Pero como yo no soy el comprador, no sé qué decirte.

Era cierto: no sabía qué decirme y yo tampoco, y aunque él me quisiera a mí y yo lo quisiera a él -ahora me doy cuenta- no servía de nada porque ninguno se lo podía demostrar al otro.

Los papeles que mi padre le había hecho firmar a Gómez ahora estaban tirados en el piso. Los levanté y, mientras leía las cláusulas de lo que era un acuerdo de desalojo, mi padre dijo:

– Yo soy abogado –como si eso alcanzara a definirlo o a  justificarlo– Yo soy abogado –repitió; y en medio de aquello pronunció el nombre de mi madre y la palabra puta y la palabra amor. Dijo que él no era un mal tipo, y que sin bien no estaba orgulloso de lo que acababa de hacerle a Gómez, no podía imaginarse qué otra cosa podía haber hecho. Y finalmente dijo que la vida, a veces, podía hacerlo sentir a uno como si fuera una mierda.

– Una verdadera mierda –dijo.

Habló un rato más y se fue quedando dormido, y a medida que se iba adormeciendo tuve la sensación de que mi padre, más que a un hombre, se parecía a una cosa que se estaba desmoronando. Salí de la casa y me sentí a salvo. Afuera se extendía el campo; bajo la luna inmóvil, todo era de una oscuridad verdosa y helada. Me quedé quieto, escuchando cómo los sonidos de la noche se superponían. Escuché grillos, oí ladrar los perros. Entonces distinguí una silueta que se movía entre los árboles: era un perro. Cuando estuvo lo bastante cerca comprobé que se trataba del mismo al que Gómez le había pegado con el palo. Estiré la mano porque no pensé que fuera a morderme y lo toqué. Le pasé la mano por el lomo: temblaba, daba la impresión de estar asustado. Entonces me arrodillé en el pasto húmedo y lo abracé. Por un instante, aunque suene ridículo, sentí que éramos un solo temblor. Y esa es la última imagen que tengo de aquella noche y su recuerdo me ha acompañado durante toda mi vida, por más que haya intentado convencerme a lo largo de los años de que esto le ha ocurrido a otra persona.

Al día siguiente nos fuimos temprano. Mi padre había decidido no recorrer el campo, a pesar de lo que había arreglado con Gómez la noche anterior. Eso, al igual que la pequeña y única conversación que mi padre y yo habíamos tenido, era parte del pasado y ya no valía la pena seguir revolviéndolo. Sé que si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos habríamos escapado en la noche como dos vulgares ladrones. Pero hacerlo hubiera significado ser honestos con nosotros mismos, cosa que no éramos ni nunca llegaríamos a ser, fuera de los esporádicos ataques de sinceridad que todo el mundo sufre. Recuerdo que Gómez y su esposa nos saludaron desde la puerta; el chico permaneció en el interior de la casa, todo el tiempo frente a la ventana de la cocina, exactamente como yo estoy ahora. Porque sigo parado frente a la pileta con la extraña sensación de haber estado ausente y entonces miro, a través del vidrio, a mi hijo y a mi mujer que regresan de la plaza, y me obligo a pensar que no tengo de qué quejarme, que al menos tengo una familia que no me ha abandonado. No sé lo que pasó con los Gómez y ahora comprendo que tampoco tiene la menor importancia, porque simplemente salimos de las vidas de las personas con la misma facilidad con la que entramos, y eso es todo lo que sucede. De mi madre diré que un día finalmente se apareció en casa, aunque no tengo ganas de contar lo que pasó ese día. Vivió con nosotros un tiempo hasta que una noche volvió a irse. A partir de ahí todo empeoró: mi padre y yo casi no hablábamos y el teléfono empezó a sonar; sólo que cuando atendía nadie contestaba. Seguimos viviendo en la misma casa pero cada uno por su lado. Mientras tanto el teléfono no dejaba de sonar, con la diferencia de que ni mi padre ni yo lo atendíamos. A lo mejor de esa forma, pensaba mientras lo escuchaba en mitad de la noche, mi madre se decidía a volver con nosotros, cosa que nunca hizo. Tal vez mi padre, sentado frente al televisor en la oscuridad de la casa y con el vaso de whisky siempre a mano, esperaba lo mismo; pero no estoy seguro porque nunca se lo pregunté. O a lo mejor los tres nos habíamos puesto silenciosamente de acuerdo en atormentarnos de ese modo. Y nuestras vidas siguieron más o menos así, hasta que conseguí trabajo y por fin me fui de casa. Mi padre y yo no volvimos a pescar ni a hacer nada juntos, y de la misma forma en que dejamos de hablarnos también dejamos de vernos. De eso hace ya mucho tiempo, y después me casé y tuve un hijo. Supe que el año pasado mi padre murió a causa de un derrame cerebral. La última vez que lo vi fue en la calle, pocos meses antes de su muerte. Estaba viejo y solo, paseando un perro. Caminaba con la cabeza gacha y no me vio, y todavía hoy no puedo explicarme por qué yo pasé a su lado, fingiendo no haberlo visto.

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